Durante días, los científicos del CSIC y un gran número de expertos trabajaron de forma incesante para averiguar el origen de aquellos aerolitos de hielo que, durante varios días, habían caído en diferentes puntos de la geografía nacional. De todas las teorías que se desarrollaron para explicar aquel fenómeno, sólo una quedó rigurosamente demostrada por la Ciencia.
La oleada comenzó el 10 de enero de 2001 en Tecina, Sevilla. Un enorme bloque de hielo caía del cielo y se hundía unos diez centímetros en la chapa de un vehículo que circulaba. El conductor se quedó sorprendido por el impacto de aquella roca rosácea de más de dos kilos de peso que se había desprendido del cielo. Horas más tarde sucedía lo mismo en otro punto de la comarca y días después se iniciaba una oleada por toda la Península Ibérica.
El siguiente punto fue Soria, el 8 de enero, pero los trabajadores que se encontraban en el lugar de los hechos apenas quisieron hacerse eco de lo acontecido ante lo surrealista de lo que acababan de presenciar: una enorme piedra de hielo atravesando el techo de uralita del taller en el que estaban trabajando. Valencia, Murcia, Madrid, Zaragoza, Elche… fueron las siguientes zonas en las que se detectaron nuevos fenómenos, en un período tan reducido de tiempo que puso en marcha a la comunidad científica y, en particular, a Jesús Martínez Frías, geólogo especialista en meteoritos que trabajaba para la NASA y tenía su despacho en el Museo de Ciencias Naturales de Madrid.
Los científicos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), se coordinaron con multitud de expertos y organismos para buscar una explicación a aquel extraño fenómeno que durante varias semanas había recorrido el territorio nacional y que ya se estaba desplazando hacia otras zonas como Italia o Canadá, y se desarrollaron múltiples teorías al respecto.
Los denominados “escépticos” fueron un grupo de estudiosos que de ningún modo estaban por la labor de aceptar que se tratara de un fenómeno atmosférico. Sus teorías eran tan diversas como poco rigurosas, siendo una de las más curiosas aquella según la cual los bloques de hielo se habían desprendido de las alas de los aviones o incluso desde sus sanitarios. El desconcierto provocado por aquella falta de explicaciones en el asunto –que aún requería más tiempo de investigación por parte de los científicos- hizo que la mayoría de la población creyera que se había tratado de una broma repetida de manera consciente en diferentes puntos del país y los periodistas alimentaron aquella duda publicando la escasa información disponible en el momento en el que se produjo aquel extraño acontecimiento. Martínez Frías, integrándose en un equipo de científicos dirigido por Fernándo López Vera, catedrático de Hidrología de la Universidad Autónoma, se dedicó a recorrer los puntos en los que había caído alguna de aquellas rocas para recoger muestras y al cabo de unas semanas se descubrió la composición de aquellos bloques: agua pura. Inmediatamente se descartó la teoría de una broma o de pedazos de hielo desprendidos de los aviones. Los aerolitos, que pasaron a adoptar el riguroso nombre científico de megacriometeoros, eran la consecuencia de un fenómeno atmosférico detectado justo en aquel mes de enero: una de las capas de la atmósfera, la tropopausa, había descendido sorprendentemente durante aquellas semanas. Según Martínez Frías, probablemente el científico más implicado en aquellas investigaciones, el origen de aquella oleada sí había sido el hombre, pero de forma indirecta, a través de los daños producidos en la atmósfera y del denominado cambio climático.
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